Por Tomás Melendo Granados
*
Arvo Net, 24.08.2006
Es este el último de una trilogía de artículos
dedicados a la educación de los hijos. En el
primero propuse una serie de principios para
iluminar, desde el fondo, la labor formadora de
los padres. El siguiente mostraba algunas
actitudes particulares que deben adoptarse en
distintos casos, a tenor de la edad de los
chicos: desde el momento del nacimiento, e
incluso antes, hasta que entran en la
adolescencia. Ahora pretendo ofrecer un conjunto
de sugerencias más particulares, que pueden muy
bien resumir y concretar lo ya expuesto.
Como no son «recetas» —pues no las hay en
educación—, resultaría inútil pretender
«aplicarlas tal cual, mecánicamente». De
ordinario, deben ser adaptadas a la situación de
que se trate; en ciertas ocasiones, atendiendo a
unas circunstancias particulares, incluso será
preferible ponerlas en sordina; y alguna vez,
muy pocas, atreverse a contradecirlas.
Lo ha de dictar, en cada caso, la prudencia de
los padres... tal vez a la luz de los
fundamentos contenidos en el primero de estos
tres artículos.
Las propuestas se articulan en dos grupos muy
sencillos:
a) lo que es
oportuno hacer a la hora de educar
a nuestros hijos;
b) lo que no debe
decirse, no tanto por la expresión en
sí, sino por la actitud que manifiesta en los
padres y los hijos perciben desde muy pequeños,
y por el daño que a estos pudiera causarle.
A)
Lo que conviene hacer
1. Vivir
personalmente, con coherencia, cuanto se exige a
los hijos, recordando que el ejemplo es el mejor
predicador; o, al menos, luchar clara y
visiblemente por actuar de tal modo.
Así, pongamos por caso, conviene ir por delante
en la moderación del uso de la TV; en no hablar
nunca mal del prójimo y saber cortar cualquier
conversación que tome ese rumbo; en la
sinceridad: por ejemplo, no pidiendo que digan
que no estamos en casa cuando simplemente no
tenemos ganas de ponernos al teléfono; en el
orden, sin sentirnos liberados —por nuestra edad
y condición de padres— de arreglar nuestros
enseres y contribuir a la armonía del hogar; en
la puntualidad, acudiendo de inmediato, entre
otras circunstancias, cuando se nos avisa que el
almuerzo o la cena están a punto; en afrontar
las dificultades con buen humor y una sonrisa;
en valorar y exponer el sentido del trabajo,
sabiendo destacar cuanto en él hay de positivo y
silenciando, si fuere necesario, las
dificultades, las «zancadillas», el mal talante
de nuestro jefe o de nuestros compañeros…
2. Favorecer
el prestigio del otro cónyuge, ayudando a los
hijos a descubrir sus virtudes, y evitar el
contradecirlo o reprocharle algo en presencia de
los niños. Si os han visto pelearos, que os vean
también reconciliaros.
Y, cuando las hijas adquieran la edad
conveniente, que el padre les muestre la
grandeza de la madre «como mujer y esposa»,
igual que la madre a los hijos varones en
relación a su marido «como esposo y como varón».
3. Encontrar
las ocasiones para jugar y conversar con los
hijos, para interesarse realmente por sus cosas,
que nunca son para ellos poco
importantes, aun cuando a veces esto signifique
renunciar a la propia tranquilidad o sacrificar
un poco del tiempo que podría dedicarse a la
profesión o al descanso.
4. Conceder a
los hijos —de manera progresiva, según la edad,
pero desde el fondo del corazón— toda vuestra
confianza, arriesgándoos sin dudarlo a que
alguna vez os «engañen».
5. Tener
también fe en la capacidad del niño o de la niña
para luchar por superar sus defectos,
comprometiéndonos personalmente en ese combate…
hasta sufrir con sus derrotas, si llegare el
caso.
Por eso, cuando el hijo caiga una vez más en
alguno de esos defectos, comprenderlo
efectivamente, ayudarlo con palabras de ánimo
después de rehacernos nosotros mismos si fuera
preciso, y no limitarse a echarle en cara su
debilidad.
En definitiva, mostrar que seguimos confiando
plenamente en ellos y que estamos dispuestos a
comenzar de nuevo la lucha con moral de
victoria.
6. Favorecer
el espíritu de iniciativa del niño desde muy
pronto y dejar que haga las cosas por sí mismo
—que inicialmente resulta más costoso que
hacerlas nosotros—, asumiendo con espíritu
deportivo las molestias complementarias que tal
actitud pudiera originar.
7. No ceder a
los caprichos de los críos, por más que se
emperren en ellos, sino esperar serenamente a
que pasen sus rabietas. Dejarles muy claro, de
este modo, que no tienen
derecho a esos antojos.
8. Cuando sea
menester, aunque no resulte fácil, saber decir
que no... y mantenerse en él; pero explicar las
causas de esas negativas y no exagerarlas,
multiplicándolas inútilmente.
(Recordar, a estos efectos, que cada persona
tiene su propio camino de perfeccionamiento y
que no debemos imponer a nuestros hijos las
propias preferencias).
9. Ejercer la
autoridad, que no es autoritarismo. Este último
es afán de poder; la primera por el contrario,
es servicio y se basa en una estima justa y
merecida del chico o de la chica y de lo bueno
en sí, que resulta capaz de mejorarlo.
10. Exigir la
obediencia sin vacilaciones, pero intentando dar
las órdenes con el tono más suave y simpático
posible.
11. Limitar el
número de deberes y prohibiciones a las cosas
verdaderamente importantes. La vida familiar
debe estar regida por el mínimo de reglas
imprescindibles, y no por gustos o caprichos de
uno u otro de los progenitores; y esas pocas
normas ineludibles, hay que intentar que se
cumplan siempre.
Así los padres —¡las madres!— «no se queman»
mandando sin ton ni son en cuestiones que, por
su misma escasa relevancia, luego no vamos a
hacer cumplir; y los hijos aprenden a obedecer
por la bondad intrínseca de lo que se les
indica, interiorizando los criterios y formando
su conciencia.
12. A veces
—no muchas— se debe también castigar, pero con
moderación, sin perder la serenidad ni dejarse
vencer por el nerviosismo o la ira.
13. Nunca un
castigo ha de ser ni parecer un simple desahogo
de nuestro mal humor, de nuestro cansancio o de
nuestro orgullo herido. Por eso, en ocasiones,
es preferible «salir de la escena» y no volver a
ella hasta que se haya recuperado el propio
dominio: una palabra serena y convencida goza de
mayor poder de persuasión que un grito o una
reprimenda incontrolados.
Es necesario, además, medir muy bien las
consecuencias de la sanción que se pretende
imponer. Jamás debe ser ni desproporcionada ni
de tal envergadura («¡te quedarás tres meses sin
salir de casa!»)… que después resulte imposible
cumplirla y tengamos que condonar la deuda.
Por fin, es muy conveniente que la acción
reparadora guarde clara relación con la falta
cometida: los defectos en el estudio es oportuno
corregirlos mediante actividades que enseñen;
los de puntualidad, ayudando a vivirla en otras
circunstancias; las explosiones de ira,
enseñando a pedir perdón y a no saltar cuando
les gasten aquella broma que les molesta
especialmente…
En este sentido, no suele dar resultado una
suerte de «castigo universal y no específico»,
como privar de ver la televisión, jugar con la
videoconsola, no asistir a determinados
espectáculos… Entre otros motivos, porque
concedemos a esas actividades (televisión, etc.)
una importancia de la que en realidad carecen.
14. Cuando
convenga regañar a un hijo, hay que hacerlo con
claridad, con justicia, con brevedad y cambiando
después el tema de la conversación; es
imprescindible concederle un tiempo para que
asimile la corrección, sin exigir que reconozca
de inmediato su culpa… como tampoco solemos de
entrada reconocerla nosotros.
15. Resulta
muy formativo exigir apoyándose más en el cariño
(y en el bien de los demás) que en los castigos
y recompensas: «Si haces eso, me das —o das a tu
padre o a tus hermanos— un disgusto o una
alegría muy grande».
Se transmite así a los hijos la hermosura de
hacer o prescindir de algo libremente, por amor
a los demás.
16. Evitar
siempre que se pueda los premios materiales,
para no cultivar una moral
utilitarista, que espera una recompensa
por cada acción positiva. Al contrario, resulta
muy conveniente que los hijos perciban y se
sientan satisfechos al advertir la alegría de
los padres cuando realizan una buena acción.
En el primer caso se promueve, tal vez sin plena
conciencia, el egoísmo: hago algo bueno no por
ser bueno, sino porque yo obtengo
un provecho. En el segundo, se ayuda a los hijos
a salir de sí y ocuparse de los otros… que es la
única vía transitable para encontrar la
felicidad.
17. Conviene
elogiar o censurar no lo que son, sino aquello
que hacen. Se evitará de este modo fomentar la
soberbia o el desencanto. No decir, por ejemplo,
«eres tonto», sino «esta vez has
hecho o dicho una tontería».
El uso del verbo ser o similares,
por cuanto fácilmente se refieren a la totalidad
de la persona y la califican de un modo radical
y omniabarcante, constituye una especie de carga
de profundidad que puede resultar devastadora.
Más oportuno es, por ejemplo, utilizar frases
del estilo: «en esta ocasión has actuado un
tanto egoístamente; no me lo esperaba de ti».
Con ellas, al tiempo que corregimos la actitud
incorrecta, fomentamos los valores positivos de
fondo y mostramos nuestra estima y confianza
hacia los chicos.
18. Distribuir
encargos oportunos entre los hijos, enseñando
también a que, en determinadas ocasiones, si
existe causa justificada (exceso de cansancio,
proximidad de un examen, etc.), uno supla en lo
que debería realizar otro.
Se trata de una de las acciones más difíciles
pero al mismo tiempo más eficaces. Cualquier
hijo en condiciones normales está dispuesto a
echar una mano a sus padres… con tal de que esa
tarea no le corresponda a otro hermano.
Lograr que superen esa especie de agravio
comparativo es poner las bases de una
generosidad auténtica y duradera.
19. Implicar a
los hijos, con un equilibrio adecuado, en las
decisiones familiares, estimulándoles para que
hagan sugerencias para el bien de la familia… y
acogiéndolas incluso cuando las nuestras nos
sigan pareciendo un poco mejor que las que
propuestas por ellos (entre otros motivos,
porque es muy fácil que las nuestras,
solo por serlo, las consideremos mejores).
20. No
rechazar globalmente, y mucho menos a priori
(«tú calla, que de esto no sabes») ni siquiera
aquellas insinuaciones de los hijos que nos
parecen más insensatas; por el contrario,
esforzarse para descubrir y valorar cuanto hay
de bueno en sus ideas… puesto que siempre hay
algo bueno.
Es eficacísimo llegar al convencimiento de que
los padres tenemos mucho que aprender incluso de
los más menudos de nuestros hijos.
21. No os
limitéis a corregir o aconsejar a los hijos,
sino escucharlos con paciencia, afecto, interés
y «simpatía» —como si se tratara de vosotros
mismos o de la persona más querida—, de modo que
lleguéis a comprender el porqué de sus
dificultades, desilusiones, tristezas, errores,
mimos, etc.
Y eso, a todas las edades: desde que empiezan a
hacerse entender hasta la etapa tan problemática
de la adolescencia... y siempre.
Nunca es buena la presunción de que, por nuestra
edad, experiencia, estudios, etc., la razón se
encuentra de nuestra parte.
22. No
responder sistemáticamente a sus preguntas, por
abulia o pereza, con un cansino «no lo sé». Los
niños multiplican sus interrogantes, justo
cuando advierten ese desinterés.
23. Cuando no
se sabe bien qué razones dar para acoger o
rechazar sus peticiones, tener la humildad de
decir, por ejemplo: «Déjame que lo piense».
Y lo mismo cuando nos consultan sobre algo que
tienen derecho a conocer, pero que nosotros no
tenemos claro.
Es muy formativo para los hijos —y hace crecer
en ellos el aprecio por nosotros— advertir que
siempre estamos dispuestos a atender a sus
demandas… pero también que reconocemos sin
problema que no somos ni omnipotentes ni lo
sabemos todo. Tal actitud suele evitar
dificultades en la edad crítica de la
adolescencia.
24. Exigir con
buen humor, pero jamás con ironía hiriente, aun
cuando fuera sutil. La ironía es siempre
dolorosa porque lleva consigo una suerte de
descalificación global o, al menos, muy superior
a la manifestación clara y afectuosa del error
que se intenta corregir.
Por eso, en ocasiones es preciso, nada fácil, ¡y
muy meritorio!, abstenernos de formular esa
ocurrencia llena de auténtica gracia… pero que
podría herir a alguno de nuestros hijos. También
aquí el propio lucimiento está muy por detrás
del bien del ser querido.
25. Proponer
mejoras realmente posibles —no disparatadas y
fruto de una irritación incontrolada— y prever
un tiempo razonable para cada una de ellas...
Probablemente una de las virtudes que más a
menudo ha de ejercitarse en la educación, y por
eso de singular importancia, es la paciencia.
26. Mantener
las promesas hechas.
Para ello, reflexionar detenidamente sobre la
viabilidad de llevarlas a cabo antes de adquirir
el compromiso.
Y si en algún caso resultara realmente imposible
cumplir lo pactado, explicar con humildad y
claramente los motivos, al tiempo que se propone
una alternativa.
27. Usar las
bofetadas lo menos posible (que no
necesariamente quiere decir nunca: como
todo, esto depende mucho del modo de ser del
chico). Sería bonito que vuestro hijo, más
adelante, pudiera contar los bofetones recibidos
de niño.
28. Enseñar a
los hijos el valor de ciertas renuncias y
despertar su capacidad de crítica frente a la
publicidad consumista, que exalta de continuo la
satisfacción inmediata de deseos y necesidades
artificialmente creados y elimina el gozo
profundo de los grandes logros que suponen largo
esfuerzo.
En este caso, más que nunca, es menester andar
atentos para no convertir en lícito y norma de
conducta lo que «todo el mundo hace»; e
imprescindible, si se quiere ser eficaz, que
nuestro ejemplo vaya por delante.
29. Iniciar a
los hijos en el misterio del origen de la vida y
del amor entre hombre y mujer, de manera
progresiva y desde muy pequeños, en la justa
medida —muy escasa o casi nula en los comienzos—
en que demuestren interés por el tema.
Vale más adelantarse que llegar tarde (sin
olvidar que hoy estas cuestiones «están a su
alcance» —televisión, revistas, Internet,
amigos...— mucho antes de lo que creemos).
Por otro lado, incluso cuando no nos prestaran
demasiada atención, les estamos demostrando que
no se trata de una cuestión tabú, sino tan
normal como las restantes que hablamos en la
intimidad, y que pueden acudir a nosotros para
consultar sus legítimas dudas… o contarnos sus
fracasos (como consecuencia, jamás
deberíamos mostrar asombro o indignación cuando
nos hagan partícipes de sus derrotas).
30. Pedir
ayuda a Dios y ponerse en las manos de la Virgen
y de los Ángeles Custodios, con real abandono,
para ser buenos educadores.
B) Lo que no conviene decir
Como sencillo
memorandum,
añadiré diez frases que conviene eliminar de
nuestro repertorio:
1. «¡A mí no
me haces esto!» (demuestra más amor propio que
afecto hacia el hijo).
2. «Esto no se
lo cuentes a papá (o a mamá)» (destruye la
fuente del amor y el crecimiento familiar: la
unión de los cónyuges).
3. «No sirves
para nada, eres un egoísta, un embustero...»
(descalifica globalmente al chico y refuerza el
ejercicio del tipo de conductas que pretendemos
corregir).
4. «Has hecho
lo que tu querías, ahora ¡arréglatelas!» (además
de orgullo herido, manifiesta falta de «simpatía
y compromiso» con el hijo o la hija).
5. «Dime la
verdad, de lo contrario...» (muestra
desconfianza y sustituye el amor por la
amenaza).
6. «¿Dónde has
estado? ¿Qué has hecho? ¿Quién había?»
(constituye una agresión a la intimidad, que más
bien cierra cualquier posibilidad de
comunicación).
7. «Haz lo que
quieras, con tal de dejarme en paz» (hace poco
me contaron que un chico explicaba a sus amigos
que sus padres no lo querían «porque me dejan
hacer lo que quiero»).
8. «Mira qué
buena es tu hermana, cómo estudia, cómo ayuda»
(olvida que cada persona es única y fomenta los
celos, las envidias, la competitividad
malsana…).
9. «La ha
traído la cigüeña, o bien, son cosas que no te
interesan». (imposibilita que se establezcan
lazos en torno a una de las esferas en que los
hijos más lo necesitan; arroja el amor a la
categoría de lo innoble y dificulta cualquier
posterior conversación sobre este tema).
10. «Mira que
Dios te va a castigar» (distorsiona
inevitablemente la imagen de Dios como Padre
amoroso; sustituible con ventaja por algo como:
«Dios te ve siempre, quiere tu bien, y sería
estupendo que lo tuvieras muy contento»).
(He tratado con más detenimiento este tema y
otros afines en Asegurar el amor:
http://www.rialp.com/ ,
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*Tomás Melendo
Catedrático de Filosofía (Metafísica)
Director Académico de los Estudios
Universitarios sobre la familia
Universidad de Málaga (UMA), España
tmelendo@masterenfamilias.com
www.masterenfamilias.com
www.edufamilia.com